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Enfrentándose al punto ciego


Llevar a cabo un proceso psicoterapéutico nunca es fácil, ¡nunca! Sin embargo, hay ocasiones en que se torna especialmente difícil, sobre todo cuando el paciente trae una situación que refleja de manera muy similar un conflicto que tiene el propio terapeuta, generándose un “punto ciego” en este último que implica todo un desafío en el abordaje de la psicoterapia.

La idea de punto ciego refiere a una metáfora fisiológica, basada en la idea de que el globo ocul


ar posee un área que carece de terminaciones nerviosas en que no se registran variaciones luminosas, y con ello, se genera una laguna de información. Ello, aplicado al área psicológica, apunta a situaciones en que el terapeuta no tiene la suficiente “luz” o conocimiento para abordar una situación, produciéndose, por ejemplo, la ya mencionada idea de que la no resolución de un conflicto interno implica una falta de conocimiento sobre este mismo, lo que podría dificultar el acompañamiento psicológico y la ayuda profesional para quienes acudan a consulta por una problemática similar a la del psicólogo en cuestión.

Ahora bien, desde la psicoterapia humanista se plantea que una de las condiciones fundamentales para que se genere éxito en el proceso psicoterapéutico es la aceptación incondicional que tiene el terapeuta hacia el paciente por medio de la validación de la experiencia que este trae y de su no enjuiciamiento, lo que permite plantearse la siguiente pregunta ¿se puede aceptar al paciente y a su problema, si es que esto último recuerda algo no resuelto en la persona del terapeuta? Más aún... ¿si es que no se ha resuelto una temática que refiere a una parte de uno mismo, se puede aceptar y validar al otro que aparece como reflejo de “ese algo” que pareciera ser doloroso para la figura del psicólogo?

Creo que esta es una pregunta que en el ejercicio profesional vale la pena realizar de manera constante, ya que pareciera apuntar a que en este tipo de situaciones la aceptación del otro implica la aceptación de uno mismo, lo que supone una ardua y gran tarea, porque ¿qué es en definitiva “aceptarse a uno mismo”?, ¿es aceptar cada parte de cómo uno es y no permitirse la rabia o frustración de no poder ser de una manera diferente?, ¿O más bien refiere a poder ser consciente de las propias fortalezas y debilidades integrándolas en un “gran todo”, sabiendo que tienen su razón de ser en relación a la historia vital? Si nos atenemos a esta última idea, sí hay esperanzas para poder emprender el rumbo de la auto aceptación, y por supuesto, de la aceptación del paciente.

Luego, y siguiendo la línea humanista, otro factor de éxito terapéutico es la congruencia del terapeuta, vale decir, la capacidad de ser auténtico y genuino en términos de no falsear un vínculo para hacerlo más agradable o llevadero, interviniendo desde aquello que surge y se vive como espontáneo (pero manteniendo el límite de que las intervenciones se hagan en función del paciente). En este sentido, vivir lo que el otro vive y/o sufrir de una manera similar a la que el otro sufre puede ser un gran plus para la terapia porque el rol del terapeuta será experimentado desde una mayor sintonía emocional con el paciente: “yo también he vivido esto, y genuinamente te puedo ayudar de maneras que a mí me han ayudado”, sería algo así como el espíritu de esta situación.

Ahora bien, ante la presencia de un punto ciego el terapeuta probablemente no es capaz de manejar de manera “perfecta” la situación problemática que trae el consultante (ni la suya propia), sin embargo con el simple hecho de que pueda trabajarse constantemente como persona ya resulta muy beneficioso para lo que se logre con el paciente en psicoterapia, porque promover y desarrollar estrategias de enfrentamiento no tiene que ver con no fallar nunca ni con que no deban existir emociones “negativas”(mejor llamadas incómodas) en torno a un conflicto, sino, como se señaló anteriormente, con incorporarlo como parte de uno mismo y desde ahí generar una plena consciencia del problema.

Y es ahí donde radica la importancia, ya que desde la psicología esa mera consciencia o “darse cuenta” genera un cambio que moviliza a la persona a tener una acción adaptativa frente a la situación, en tanto poder entender las propias conflictivas y saber desde dónde surgen genera herramientas de control efectivas en el malestar, que es lo que se busca desarrollar en psicoterapia, finalmente.

De esta manera, rara vez se busca la “completa superación del problema”, en donde, si bien, existen casos en que sí se puede generar un cambio radical en la persona que la vuelva capaz de sentir y actuar de manera acertada a cada situación y en que se libere del malestar psicológico que trae, esto no siempre se ajusta a las posibilidades de cada quien, entendiendo la gran complejidad que reviste la historia personal del paciente. No obstante, la plena consciencia y el aprendizaje del malestar genera una suerte de alivio e incluso “abuenamiento” con el sufrimiento, y es ahí donde la labor del terapeuta que vive y sintoniza con el problema tiene sentido: el conocimiento es poder, y para este caso, este tiene muchísimo conocimiento que repercute en desarrollar un poder sobre su propia salud.

En este sentido, resulta interesante mostrar lo motivante que resulta tratar a un paciente que encarna una propia dificultad, porque si bien cada persona es un mundo a descubrir e implica sus propios desafíos, la sensación de querer adquirir conocimientos para poder generar una ayuda efectiva en este caso se potencia, dado que se tiene en frente a una persona que es vulnerable de un modo similar a como uno mismo lo es, reluciendo una verdad en el vínculo bastante clara: la vivencia del dolor de manera muy íntima. Además, el hecho de trabajar temas que le conciernen al propio terapeuta implica un gran crecimiento personal para este, pues busca activamente nuevas herramientas que agilicen la aparición de cambios psicológicos dentro de él mismo para ir cerciorándose de que vayan en un correcto camino al momento de transmitir estos conocimientos a un tercero, lo que sin duda hace que la labor terapéutica se tome de una manera especial y altamente comprometida.

Así, ofrecer un tratamiento psicológico a la persona teniendo conciencia de la existencia de un punto ciego puede ser muy positivo, pues existe la posibilidad de que se otorgue una sabiduría y una capacidad de empatizar especial y única que mejore la calidad de aquello que se busca entregar, generándose desde las ansiedades a fallar e incluso desde la ingorancia una mayor preparación y reflexión de la persona que se tiene al frente, y posiblemente, un ambiente terapéutico no solo más agradable sino que mucho más humano.

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